Territorio Guaraní

 

Por Jorge Silvetti y Graciela Silvestri

 
La región de cuatro países y la cuenca del Río de la Plata ( en azul) en el que el territorio Guaraní se extiende. Las áreas rojas marcan la ubicación de las 30 Misiones Jesuíticas. Mapa cortesía de Jorge Silvetti.
 

En abril de 2014, organizamos un workshop en el GSD  que titulamos “Territorio Guarani: Culture, infrastructure and natural resources in the longue durée”. El territorio en cuestión, situado en el corazón de la cuenca del Plata, no resulta fácil de precisar: no está demarcado por límites nacionales o provinciales -la movilidad migratoria, cotidiana, erosiona toda frontera fija. Sus características ambientales (extensas selvas, impetuosos ríos, clima tropical), sufrieron una profunda transformación en los últimos dos siglos, debido a los cultivos intensivos y la explotación de los recursos naturales. La definición de un fragmento espacial como territorio constituyó así el primer problema que enfrentamos.

Las cualidades por las cuales reconocemos un área como territorio comprometen diversos factores, y es la forma en que estos se traman, superponen y cruzan la que define su carácter distintivo. Este mundo, nos dijimos, semeja más un tejido flexible y abierto que a una superficie geométrica establecida por su contorno; los hilos que se tejen no son sólo los de los acontecimientos presentes, sino también los de la historia y la memoria, los mitos y las interpretaciones, que también dejan huellas persistentes. En esta definición, un territorio no es un dato, sino una construcción: pesa también el acento que coloquemos en uno u otro hilo, uno u otro camino de indagación, para avalar la emergencia de una figura que no será la única posible.

Presentamos entonces una primera aproximación, construyendo mapas temáticos en similar escala, basados en la cartografía física (el suelo geológico de la serra geral, la extensión cambiante de la mata atlántica, la extensión hidrográfica); político-histórica (los antiguos planos jesuíticos, cuyos pueblos se encontraban en el corazón del territorio; los esquemas de las sucesivas fronteras entre las coronas ibéricas, las gobernaciones y virreinatos; los límites de las nuevas naciones criollas; los escenarios de las guerras); sociales (los gráficos que estiman la extensión espacial de la lengua guaraní o los permanentes movimientos migratorios); técnicos (los lugares y el área de impacto de las represas hidroeléctricas; el avance de los cultivos; los ideales con que la planificación territorial imagina un “futuro deseado”, articulando las iniciativas geopolíticas de integración de infraestructuras y mercados). Los caminos de la historia y las esperanzas del presente se fueron tramando con las marcas materiales, interpretadas icónicamente, complementando lo que las palabras no alcanzan a expresar. 

 Es en esta clave en que el artículo de Carlos Reboratti presenta las múltiples figuras a las que alude lo que denominamos territorio guaraní: el territorio virtual de los grupos originarios; el “territorio dentro del territorio” de la experiencia jesuítica; la fragmentación acelerada en la época de constitución de las naciones independientes; el crecimiento de las ciudades; los territorios de brutal explotación agroindustrial, o las nuevas infraestructuras, que reunifican el área más allá de los limites formales … un verdadero palimpsesto de huellas constituido en una larga duración.

¿Qué hilos seguiríamos para caracterizar este sistema espacial cambiante, producto de tan diversos procesos? En principio, los ríos son la manifestación más visible de una cualidad del territorio que definimos, literal y metafóricamente, como “acuática”. La presencia dominante de poderosas corrientes como el Paraguay, el Paraná, el Uruguay, y sus múltiples tributarios, anuda la historia regional: antes de la conquista, constituyeron vías de migración y expansión nativa; luego de penetración conquistadora y de comunicación entre países; hoy, los saltos del Paraná y del Uruguay son aprovechados como fuente de energía hidroeléctrica. El tema del río –especialmente el Paraná, columna vertebral del territorio estudiado-, es recurrente en las artes, la literatura y la música de la región. E incluso el personaje principal de territorios imaginarios:

“Algunos dicen que el Paraná separa las costas de los tres países. Pero en realidad es un hilo líquido que las une, convirtiéndolas en un cuarto país de leyenda” (Alfredo Varela, El río oscuro)

Otras formaciones geográficas -humedales de grandes dimensiones (como los del Iberá), magníficos saltos como el Iguazú-, confirman la importancia de las formas en que el agua fue y es utilizada, dominada, sufrida o gozada en la región. Recientemente, los hidrogeólogos locales probaron la hipótesis de la existencia de un gran depósito de agua subterránea, denominado acuífero guaraní. Previamente, se reconocían distintos manantiales y formaciones acuíferas, pero la idea de un gran depósito interconectado, como demuestra Martín Walter, sólo surge en un clima de ideas en el que diversos actores –científicos, políticos y sociales- comienzan a enfocar el territorio en conjunto, salvando los férreos límites estatales. Para Walter, la construcción del acuifero como sistema unificado es un subproducto de la democratización regional, y de la autonomía ganada duramente por las instituciones académicas locales, recordando asi que los hechos “naturales” son también hechos políticos, promovidos por diversos actores. Y en ocasiones de gran pregnancia simbólica: reproducimos aquí la versión de  Bartomeu Meliá quien, partiendo de la actual centralidad del agua en el discurso ecologista, aborda el acuífero guaraní como el “agua genuina”, la tierra sin mal, el paraíso guaraní. Es también un texto político, en defensa de las comunidades nativas, empujadas a abandonar sus tierras.

Paraná Ra'anga (guaraní: la figura del Paraná ) es una fotografía de Facundo de Zuviría de la parte baja del río Paraná, 2010. Foto por Facundo de Zuviría, www.facundodezuviria.com
 

Pero aunque éramos concientes de la dimensión política y cultural que abría el elemento “agua”, calificar el territorio bajo el término “acuático” podía sugerir un determinismo geográfico que queríamos explícitamente evitar –ya que, frecuentemente, el espacio suele convocar este tipo de relatos.

Así, decidimos cualificar el territorio con un rasgo predominantemente cultural: lo “guaraní”. En principio, lo guaraní refiere a una lengua. Benjamin Fernández se extiende sobre el guaraní paraguayo (jopará), hablado por el 90% de la población de un país efectivamente bilingüe, ligándolo con su identidad y su historia; pero la lengua, en sus diversas variantes, no es solo oficial en Paraguay sino también en la provincia de Corrientes, Argentina, y se extiende por la región más allá de las fronteras nacionales. Se calculan alrededor de 8 millones de hablantes (el 87% de habitantes del área), por lo que recientemente se convirtió en una de las lenguas oficiales del Mercosur. Posee una particularidad entre todas las lenguas “nativas” de América: no es sólo hablada por comunidades indígenas sino que atraviesa distintos grupos y clases sociales. Incluso, aunque menos advertidamente, tiñe las inflexiones del castellano hablado en la región.[2] Los antiguos vocablos siguen nombrando accidentes geográficos, regiones y ciudades, superpuestos a los de santos católicos y héroes de la Independencia; le otorgan color, sentido y profundidad temporal a los sitios.

La lengua guaraní hablada por los grupos nativos no era escrita: fueron los jesuitas los que le otorgaron una gramática y una sintaxis para convertirla en una de las principales “lenguas generales” utilizadas para evangelizar el territorio. Los jesuitas trazaron sus alianzas con grupos ya hegemónicos en el área, cuya lengua –según el jesuita Montoya, que tan bellamente la tradujo a caracteres legibles- poseía una riqueza y variedad que lo llevó a afirmar que estaba “vestida de naturaleza”. La plasticidad idiomática, la trasmisión del guaraní oral a través, principalmente, de las mujeres, e incluso la apropiación del guaraní paraguayo no como signo de indianidad, sino de “identidad nacional”, luego de la guerra de la triple Alianza (1870), presentan una historia paradójica y compleja, de luces y sombras, en la que muchos autores han reconocido como elemento constante en las distintas etapas de la formación de los estados y sociedades de la región -acarreando, “como un río subterráneo”, las contradicciones que animan la historia del país. (Meliá 2006; Couchonnal 2012b, 2013)

Sin embargo, la definición del territorio como guaraní fue uno de los principales temas de controversia en el workshop. Muchos temían que la opción ocultara el hecho de que diversas comunidades poblaban el área desde mucho antes de la llegada de los “guaraníes” –de algunas se perdieron hasta los nombres, pero otras mantienen orgullosamente su identidad-; o que se soslayara con esto el hecho de que, desde hace cinco siglos, el territorio está también poblado por familias criollas y nuevos inmigrantes (por elección, como el caso de los migrantes europeos, o por fuerza, como los esclavos africanos en el sector brasileño).

Por otro lado, qué se dice, más allá de la lengua, cuando se dice “guaraní”? En principio, el nombre fue utilizado por los españoles para identificar a grupos diversos que habitaban en la región, sin correspondencia con la propia autodenominación. Venían bajando desde el sudeste del Amazonas (actual estado de Rondonia), por los ríos Paraguay y Paraná, y habían alcanzado la cuenca del Plata (las “tierras bajas”). No eran los únicos: en los actuales estados de Sao Paulo y Paraná, y en las costas brasileñas, por ejemplo, se expandieron los tupinambá, de similar origen y formas de vida. En esta expansión conquistadora, los guaraníes incorporaron gente no guaraní, como esclava o como aliada, siempre respondiendo al ethos o “modo de ser” (ñande reko) de sus pueblos. Bajo esta unidad lingüística y cultural, los guaraníes funcionaban en forma de agrupaciones relativamente autónomas. 

Muchos de los rasgos de este “modo de ser” guaraní han permanecido en las comunidades actuales, en particular ciertos hábitos, esquemas de la práctica y usos del espacio que en nuestra investigación interesan particularmente: como explica Maria Inés Ladeira, la disposición espacial de las aldeas está asociada a un tejido social en continua y abierta composición, integrando el pasado pero modificando sus experiencias y relaciones, más allá de los limites nacionales y las fronteras administrativas. No era lo mismo, ciertamente, la vida en la época en que los grupos guaraníes sumaban más de dos millones de individuos, moviéndose en un territorio tan amplio que la densidad de ocupación era bajísima, que la drásticamente reducida población actual (contabilizada en alrededor de 180 mil almas).

Tamar Herzog expone aquí una hipótesis de especial interés: la amenaza de españoles y portugueses, y las prácticas de evangelización, llevaron a muy diversas comunidades a reconocerse como una, la “guaraní”. Herzog se detiene en la sucesiva fragmentación del territorio desde los inicios de la conquista, cuando las coronas española y portuguesa establecieron los primeros límites de propiedad en un mundo en el que el concepto occidental de propiedad no existía. Y reconoce un momento de particular intensidad durante el establecimiento de las misiones jesuíticas, el “territorio dentro de otro territorio” del que habla Reboratti.

Los jesuitas inician su tarea evangelizadora en la frontera norte, en lo que hoy es Sao Paulo, Brasil. Pero la consolidación de la experiencia se desplaza al área que identificamos como el corazón del “territorio guarani”, los treinta pueblos que hacia fines del siglo XVII albergaban una población de alrededor de 100,000 habitantes, dominando una extensión geográfica que Herzog compara con el tamaño de California. Aunque existieron en América muchas reservas indígenas y pueblos misionados por los jesuitas y por otras órdenes, el caso de las misiones paraguayas constituye una experiencia original, que continua fascinando a quienes visitan sus ruinas. 

En este número de la revista, Ana Hosne sitúa a la orden jesuítica en el concierto de la historia mundial, considerando su acción como una de las primeras y más eficaces expansiones globales de la cultura europea. No es posible olvidar que los jesuitas contaban con su experiencia en China para afirmar la postura probabilista y adaptativa que fue su ventaja en la evangelización, frente a las concepciones dogmáticas de otras órdenes.

Pero si, como demuestra Hosne, la ilusión de fundar la ciudad platónica ideal impulsó sus emprendimientos -y los casi idénticos planos sugieren el alcance de la tan buscada perfección- la realidad de los pueblos sugiere formas más complejas de ocupación espacial, y una activa relación con el entorno regional. Gracias a que las prácticas de conservación dejaron de centrarse sólo en evidencias murarias, han sido puestos en valor, partiendo de cicatrices apenas visibles, canales de drenaje, de riego, de recolección de agua; “picadas” (estrechos caminos) que conducen a puertos ya sumergidos, a canteras, a campos de cultivo y hacienda –todo un sistema sanitario y productivo inusual en la época. (plan jesuítico con caminos al campo y ceremonia,)

Nuevas interpretaciones han iluminado la arquitectura de estos pueblos –desde la adaptación de las tipologías de habitación indígena hasta las magnificas iglesias y colegios que aún dejan atónitos a los visitantes. Esta arquitectura “mestiza”, y a la múltiple producción artística surgida de los talleres jesuíticos, constituye un renovado objeto debate en la medida en que no se deja encerrar fácilmente en las clasificaciones y cánones de la historia del arte occidental. (ilustraciones arte y arquitectura jesuitica)

La experiencia impactó la imaginación de los contemporáneos, y las interpretaciones se renuevan a lo largo de los siglos, mucho después de la expulsión de la Orden. Guillermo Wilde expone aquí las diferentes versiones acerca de la naturaleza de las misiones, polarizadas entre las visiones apologéticas (no sólo jesuíticas: Montesquieu y Voltaire no ocultaron sus simpatías), y antijesuitas, que presentaban el régimen como esclavista y carcelario –esquemas binarios que llegan hasta hoy. Wilde recuerda el impacto de la versión hollywoodense, pero también la sugerente presentación foucaultiana del estado jesuítico como heterotopía –“impugnación de todos los otros espacios … creando otro espacio real tan perfecto, tan meticuloso, tan arreglado, como el nuestro es desordenado, mal dispuesto y confuso”. Podríamos agregar que la aventura jesuítica inspiró a quienes, en los siglos posteriores, imaginaron esta región como un terreno posible para “empezar desde cero”: inmigrantes centroeuropeos, perseguidos políticos de opuestos signos ideológicos, escritores y poetas. 

Lo cierto, nos dice Wilde, es que las simplificaciones del relato sobre los jesuitas imposibilitaron una evaluación objetiva de la experiencia, acentuando su autonomía y dejando en las sombras la participación activa de los indígenas. En esta misma perspectiva, Artur Barcelos subraya el papel de los guaraníes, actores invisibilizados tanto en la historiografía jesuítica como en la adversaria, presentados en bloque como pasivos receptores o infantilizadas víctimas. Barcelos ofrece al lector una historia panorámica de las razones por las cuales los jesuitas decidieron concentrar sus establecimientos, ante el ataque de los bandeirantes, en la franja que, atravesando los ríos Paraná y Uruguay, halla su baricentro cerca de lo que hoy es terreno de la entidad binacional Yaciretá -la “tierra donde brilla la Luna”.

La historia de la región, por cierto, no acaba con la expulsión de los jesuitas, aunque este episodio traumático marca la lenta agonía de los pueblos y la dispersión de los indígenas misionados. El período de formación de las naciones modernas –las hispanas reclamando su independencia de España, el Brasil convirtiéndose, hasta fines del siglo XIX, en sede de la corona portuguesa- constituye sin duda una clave para comprender el destino del territorio en los dos últimos siglos. Una sucesiva fragmentación en el área hispana, a pesar de los intentos de mantener unidos los viejos territorios coloniales, contrasta con la habilidad portuguesa de mantener, y ampliar, la soberanía sobre amplísimas áreas que sólo virtualmente podían ser reclamadas. Las guerras locales, entre provincias vecinas o naciones apenas inventadas como tales, asolaron Sudamérica. La más brutal de ellas tuvo como escenario el territorio guaraní: la llamada guerra de la Triple Alianza o guerra Guazú, entre Paraguay (por un lado) y Argentina, Brasil y Uruguay por otro. (Candido López)

La victoria de la Alianza resultó en la aniquilación de alrededor del 90% de la población masculina del Paraguay. Milda Rivarola, en su contribución a este número de la revista, la califica como la primera guerra total, en que la única  alternativa era el exterminio del enemigo: una obertura feroz para la guerra moderna. La responsabilidad del exterminio, para Rivarola, recae tanto en los gobiernos aliados como en el paraguayo, y las verdaderos víctimas fueron quienes, sin tomar iniciativa bélica alguna, fueron enviados a la masacre: los “indios”. No sólo “guaraníes misionados”, sino Cainguá (guaraníes sin contacto), tobas (Q’om o Guaycurúes), Chanés o Terena… la guerra y sus consecuencias arrasaron también con la misma fuente de vida de todos estos grupos nativos: la tierra. Los nuevos órdenes tampoco serán favorables para las comunidades indígenas y campesinas, a quienes la tierra les será sistemáticamente negada. 

En esta clave, emerge otra de las problemáticas que atravesó los debates de nuestro workshop: la relación entre la justicia ambiental, la sostenibilidad de los emprendimientos en relación a los recursos naturales, y el desarrollo de las naciones modernas. Se trata de un tema central en las discusiones sobre el destino de Sudamérica, considerado en todos los documentos gubernamentales y los acuerdos inter-nacionales de la región, pero de nada sencilla solución.

Las nuevas inflexiones del ambientalismo se diferencian de la vieja tradición de “conservación de la naturaleza” en la importancia que se le otorga a los conflictos sociales derivados de la deforestación, la extenuación de la tierra en la práctica de monocultivos en manos de grandes empresas (en especial, del cultivo de soja), o la retención de grandes extensiones de tierra en manos de empresas internacionales (se recuerdan los debates recientes acerca de las tierras que posee la Universidad de Harvard en el Iberá, provincia de Corrientes, Argentina). El tema es especialmente sensible en esta región, donde amplias áreas han sido declaradas reservas provinciales y nacionales.  El artículo de Federico Freitas refiere los conflictos recientes en el Parque Nacional de Iguazú. La creación del parque, estimulada a ambos lados de la frontera argentino-brasileña por el magnífico monumento natural de las cataratas, data de las primeras décadas del siglo XX, y respondía entonces a una visión rooseveltiana de manejo blando, centrada en la conservación del patrimonio natural y, eventualmente, el impulso al turismo –fuente de importantes ingresos regionales.

Hoy, el conflicto se ha focalizado el los derechos de las comunidades indígenas, mayormente Guarani. (plano Guarani retá con epigrafe) Pero los problemas socio-ambientales exceden los reclamos de las comunidades tradicionales. Aunque estas resultan las más castigadas, las transformaciones técnicas y productivas afectan directamente a vastos sectores de la población rural e incluso urbana. La dificultad consiste en que muchas de estas transformaciones infraestructurales resultan la base del desarrollo de los países que comparten este territorio. Nos referimos especialmente a las represas hidroeléctricas, que hallan en el accidentado curso del alto Paraná y el Uruguay espacios ideales para su implementación: queda claro que sin fuentes de energía que sostengan la industria y la comunicación, la misma posibilidad de  implementar políticas que atiendan al bienestar general se encuentra en jaque. (mapa represas Parana).

Proyectos y realizaciones se sucedieron durante la segunda mitad del siglo XX, en épocas en que la idea de progreso se resumía, universalmente, en los Grandes Trabajos ingenieriles. Pero para ponderar las obras en el Paraná no es posible sólo aludir a este pasado: debemos recordar que los países del cono sur estuvieron durante largas décadas bajo el gobierno de sangrientas dictaduras, que no dudaron en arrasar comunidades y bellezas naturales en función de sus objetivos: el caso de Itaipú es uno de los más conocidos, ya que sin mayores obstáculos técnicos podría haberse evitado la destrucción de las Sete quedas y la expulsión que aún continúa. 

La historia de las represas es también la historia de los países. La represa argentino-paraguaya de Yaciretá-Apipé, que deriva de propuestas realizadas en la década de 1920, y cuyo acuerdo inicial se firma en 1973, recién alcanzó su cota máxima en 2011. Para entonces, el signo de los gobiernos sudamericanos había cambiado: la democracia dio lugar a la ampliación de los actores y la multiplicación de los debates. Los planteos ambientalistas llevaron a las últimas gestiones a acentuar las tareas de remediación (reparación y compensación ecológica, urbana y social), tal como relatan en este número Oscar Thomas, director del ente binacional, y Alfredo Garay, responsable de las estrategias urbanas del plan actual.  Pero las ríspidas discusiones sobre las formas y la oportunidad de nuevas centrales hidroeléctricas no han cesado: es que, más allá de las críticas, más allá de la atenuación de los efectos –que exceden los problemas de las comunidades indígenas y rurales-, no existen otras alternativas viables para la producción estable de energía.

Imaginando bosques, esteros y cascadas, y comunidades viviendo en conformidad con la tierra, suele olvidarse que el territorio que abordamos alberga grandes y modernas ciudades, algunas de la extensión de Sao Paulo, la mayor metrópoli de Sud América y una de las mayores del mundo; Asunción, capital del Paraguay, Corrientes, Resistencia y Formosa, capitales de provincia sobre el río Paraguay; Posadas y Encarnación, frente a frente en las orillas paraguaya y argentina del alto Paraná. Otros centros menores, pero de gran movilidad demográfica, testimonian el crecimiento notable en la población urbana: sólo en la zona denominada específicamente de “la triple frontera”, casi 700 000 habitantes estables se distribuyen entre Foz de Iguazú, Puerto Iguazú y Ciudad del Este, sin contar con alrededor de 50 mil trabajadores flotantes, y habitantes de pueblos cercanos que se desplazan a diario. El turismo, centrado en las Cataratas, aporta sus números. 

Muchas de estas ciudades son de antigua fundación, como Corrientes y Asunción (la “madre de las ciudades” de la cuenca del Plata); otras derivaron de sitios jesuíticos (Posadas y Encarnación); otras son colonias recientes (como Resistencia, y Formosa, posteriores a la Guerra Guazú, pobladas con inmigrantes europeos). Las ciudades españolas eran pensadas como especies de islas civilizadas flotando en un territorio amenazante, sólo considerado para su expoliación; las fundaciones portuguesas se asemejaron más a factorías. La estructura jurídico-territorial fue alterada en los dos últimos siglos, de manera que pasaron a formar parte de los estados-nación: ciudades sólo separadas por el río, como Formosa y Clorinda, o Resistencia y Alberdi, corrieron el destino de los países a los que pertenecen. (fotos: pasos de Posadas Encarnacion, Corrientes-Clorinda  y/o  Ciudad del Este)

El estado-nación es una tardía creación europea, en que América se basó para reclamar su autonomía. Las ventajas del estado-nación se estudian en la escuela primaria: junto a las banderas ideales de igualdad y libertad, se sumó de manera entusiasta la apertura hacia “todos los hombres del mundo que quieran habitar este suelo”, aunque la integración dista de ser idílica. Especialmente en Argentina y Uruguay, la escuela gratuita, los servicios sanitarios y médicos públicos, el acceso libre a los bienes de la civilización, impulsaron a comunidades enteras a desplazarse hacia los centros urbanos que gozaban de tales beneficios. El precio fue la homogenización de las costumbres y tradiciones, y el desbalance entre el mundo urbano y el rural –un tópico en la literatura de la región- pero también la emergencia de una nueva cultura que acentúa los rasgos de apertura, movilidad y mezcla que la caracterizan.

Los artículos referidos a las artes hacen hincapié en esta cuestión. Lía Colombino presenta la historia del Museo del Barro, una de los principales centros artísticos de Asunción, subrayando los problemas y opciones que enfrentaron al poner en pie de igualdad el arte “erudito” con el arte popular e indígena, promoviendo el diálogo de as diversas manifestaciones y evitando la trivialización de lo diferente –una propuesta que derriba explícitamente las fronteras internas a las manifestaciones de la cultura, no menos fuertes que las jurídicas. 

Estos rasgos surgen explíctamente en los dos artículos sobre música, los de Lizza Bogado y Eugenio Montjeau. El primero, escrito una de las cantantes más apreciadas en Paraguay, se inicia con una sentida mención a la argentina Mercedes Sosa, señalando así los lazos trans-fronterizos de la canción popular. Montjeau, por su lado, hace hincapié en  un género característico de este territorio: el chamamé. Poco estimado en su inicio –tal vez por sus mezcladas raíces, tal vez por su éxito popular- el chamamé resulta hoy una de las construcciones musicales más sofisticadas: guaraní por la voz, hispano por el ritmo, inmigrante por los instrumentos musicales, testimonia en su breve historia las maneras en que la novedad emerge en el contacto y la fusión de diversas manifestaciones culturales.

Con una potencia inesperada, el cine actual da testimonio de este complejo mundo, difícil de definir sin simplificaciones. Damian Cabrera vuelve a elegir el tema de lo guaraní, que problematiza desde el inicio, para subrayar la originalidad de las últimas producciones. Si bien el territorio ya había sido escenario de diversas producciones cinematográficas –todos los rioplatenses recuerdan los Films de Armando Bo e Isabel Sarli-, la propia voz es recién escuchada en obras recientes: la voz indígena en Terra vermelha, de Marcos Bechis, la voz campesina en Hamaca paraguaya, de Paz Encina, el guaraní urbano en 7 cajas, de Juan Carlos Maneglia y Tana Schembori  Cabrera relata el impacto social de este último film, en el que el público se reconocía en la lengua, en la escena –el mayor mercado de Asunción-, en los modos culturales que contrastan tradiciones y radical modernidad –la trama policial se desata a partir de la fascinación del protagonista por un teléfono celular.

En fin: hemos querido acentuar, en esta múltiple presentación del espacio “Guarini”, los aspectos que lo convierten en un territorio lábil y cambiante, mezclado como el agua, multiétnico, informal –las fronteras nacionales, mas que líneas de quiebre, son espacios de activo intercambio. Sin embargo, los estudios sobre el área han acentuado una frontera mayor, cuya delimitación nos reconduce a la larga historia colonial: la que separa el Brasil (el imperio portugués) de los países de habla hispana. Así, aunque se reconoce la familiaridad de los pueblos amazónicos luego clasificados en las etnias “tupí” y guaraní”, las investigaciones etnográficas tomaron caminos diferentes; diferentes fueron los destinos de las naciones de habla hispana y portuguesa –a pesar de la vecindad, recién en las ultimas décadas se han extendido puentes culturales firmes.

Por esto, culminamos esta presentación con un breve texto sobre una de las experiencias estéticas más creativas del siglo pasado: la de las vanguardias paulistas, que recrearon el mundo indígena subrayando uno de los aspectos más controvertidos que compartían los pueblos tupí-guaraní: la antropofagia ritual. Oswald de Andrade y Tarsila do Amaral convirtieron el escándalo en clave de un modo de ser que parecen compartir todos los pueblos rioplatenses, antiguos y modernos: comerse al enemigo significaba asimilarlo. En el “manifiesto antropófago” se lee: “Só me interessa o que não é meu. Lei do homem. Lei do antropófago”.   Lo que no es mío incluye el cine de Hollywood, los aviones, los curas, Freud y Levy-Bruhl. Incluye también los mitos: el país de la Cobra grande; el carnaval y el surrealismo “que ya teníamos”; el matriarcado de Pindorama (la Tierra sin Mal guaraní), “A idade de ouro anunciada pela América. A idade de ouro. E todas as girls”. (Oswald de Andrade, Manifesto antropófago, “en el año 374 de degluticion del obispo Sardinha”, revista de Antropofagia año I nº 1, 1928)

Para el comentario de este episodio fundante de las vanguardias sudamericanas, hoy releído de manera entusiasta en todo el río de la Plata, publicamos un fragmento de Orfeu estatico en la metrópoli, del brasileño Nicolau Sevcenko, recientemente fallecido aquí, en Cambridge –nuestra manera de rendir homenaje a quienes han difundido la riqueza de esta multifacética y paradójica tierra.

 

Jorge Silvetti is the Nelson Robinson, Jr. Professor of Architecture at the Harvard University Graduate School of Design where he has taught since 1975. He was chairman of the Architecture Department from 1995–2002. He teaches design studios (including among others “The National Archives of Argentina,” “La Reserva Ecológica of Buenos Aires” and “The School of 2030: Complexo do Alemão, Rio de Janeiro”) and lectures on history, contemporary theory and criticism (Architectural History I: Buildings, Texts, and Contexts from Antiquity through the 17th Century). He is currently teaching a course/studio entitled “Chamamé: The Intangible Rhythms of the Guarani Region.”

Graciela Silvestri was the 2014 Robert F. Kennedy Professor at Harvard University. She is an architect and Ph.D. in History (University of Buenos Aires), Professor of Theory of Architecture (University of La Plata) and researcher at CONICET. She was a curator for Paraná Ra’Angá, expeditionary travel along the Paraná River. Among other books, she has published El color del Río: Historia cultural del paisaje del Riachueloand El lugar común: Una historia de las figuras del paisaje en el Rio de la Plata.