Las dos pandemias de El Salvador: Inseguridad máxima

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Por Jorge E. Cuéllar

El muy elogiado Plan de Control Territorial (PCT) del gobierno del presidente Nayib Bukele para control de las pandillas en El Salvador, avanza bajo la sombra del nuevo coronavirus. Si bien los detalles aún no están claros, PCT se centra en reforzar la presencia de seguridad en zonas ingobernables, eliminar las redes de extorsión, poner fin a la venta de drogas ilícitas y cortar el vínculo entre las cárceles y las clicas a nivel de la calle. La emergencia ha brindado una oportunidad para que la administración de Bukele acelere sus objetivos contra el crimen, dando lugar a un aparato militar-policial en todo el país. Muchos grupos caracterizan estas medidas como autoritarias, dictatoriales y antidemocráticas.

El COVID-19 ha permitido al gobierno salvadoreño avanzar en su estrategia de seguridad total y probar técnicas de vigilancia y control social. El reciente aumento de los homicidios relacionados con pandillas ha permitido convencer al público sobre la urgencia y la necesidad indispensable de estas medidas de seguridad, garantizando que las técnicas de aplicación más estrictas sean la vacuna contra lo que, en efecto, es una crisis estructural prolongada. Ya sea que se exprese como represión contra prisioneros o en arrestos ilegales de ciudadanos que violan la cuarentena, los mecanismos de control punitivo son una característica dominante del sentido de ley y orden intolerante, miope e ingenuo de Bukele.

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Las imágenes en la cuenta de Twitter de la Policía Nacional Civil brindan una idea del doble trabajo de aplicación de la ley en El Salvador: la fotografía aérea de drones de vigilancia, por ejemplo, funciona como una forma de documentar y mostrar el trabajo policial efectivo en todo el país al tiempo que revela los ritmos de una realidad social alterada: las estaciones sanitarias, las patrullas de cuarentena y los puntos de control vehicular para fiscalizar la propagación del coronavirus, también demuestran el aumento de la huella del personal de seguridad en todo el país. Los informes de los medios se centran casi exclusivamente en arrestos criminales o la confiscación de armas y drogas; la cronología de Tweets de la fuerza armada exhibe más de lo mismo.

La presencia militar-policial se considera, en primera instancia, necesaria para detener la transmisión del virus, y se presume como una forma ejemplar de utilizar las fuerzas de seguridad en apoyo a las precauciones municipales contra el COVID-19. De hecho, la policía y el ejército han contribuido a rociar vehículos, desinfectar a las personas y garantizar el cumplimiento de la cuarentena, y algunos han ayudado a distribuir semillas y alimentos básicos. Sin embargo, conforme al endurecimiento de las medidas, las autoridades han recibido carta blanca para actuar, resultando en un aumentando previsible de violaciones constitucionales y de derechos humanos. Por lo tanto, un efecto secundario es la normalización de las condiciones sociales y los hábitos de vigilancia para establecer la presencia policial y militar como garantes exclusivos e indispensables del orden. Durante la cuarentena y su eventual posterioridad, es probable que la presencia de la seguridad del estado continúe con una intensidad comparable, en detrimento de los derechos constitucionales de los salvadoreños.

La arbitrariedad de la seguridad en El Salvador ha resultado dolorosa para pocos e incómoda para muchos. La policía y los militares salvadoreños, que operan como cuerpos médicos de expertos sanitarios armados, han hecho las actividades cotidianas bastante tensas. Yo, como el corredor de diligencias designado para mi familia, debo evaluar y reevaluar constantemente mi tránsito, asegurándome de nunca olvidar mi papeleo en caso de que me detengan para demostrar que me traslado por una razón expresamente legítima. Dado que la implementación de cordones sanitarios se está convirtiendo en una práctica frecuente, a muchos les preocupa, y con toda razón, que se les prohíba involuntariamente regresar a sus hogares. La experiencia de Metapán, La Libertad y partes de San Salvador son ejemplos clave de esto, en que se interrumpen actividades ya mínimas de supervivencia, paralizando el trabajo de las comunidades pesqueras y dejando a muchos en lugares que probablemente no llaman hogar.

Estos eventos, junto a la continuación de prácticas que aleatorizan la rutina diaria, intimidan a los ciudadanos que tienen miedo a ser detenidos, arrestados y criminalizados como "interruptores de la cuarentena." Sobrepasando la Sala de lo Constitucional y desafiando a la Asamblea Legislativa, Bukele continúa probando la resistencia de los ciudadanos a las violaciones constitucionales, racionalizado según sea necesario para combatir el virus, pero que en la práctica son estrategias agotadas para manejar el desorden.

 

Estados de emergencia

El despliego del aparato de seguridad, si se cree en las estadísticas oficiales, ha aplanado dos curvas en El Salvador. Primero, los peores efectos del coronavirus en el país aparentemente se han atenuado (al momento de este escrito, hay 695 casos confirmados), pero persisten las preguntas sobre las afirmaciones estatales de pruebas masivas estratégicas, las circunstancias de muertes evitables recientes, las condiciones de cuarentena y la precisión de las "proyecciones matemáticas" de Bukele presentadas el 21 de marzo que, a pesar del pánico, eran en realidad una artimaña estadística. La segunda curva, por supuesto, es el problema social del marero o pandillero, el miembro criminal de la pandilla que se infiltra, como amenaza constante y fuente de todo mal, en la mente salvadoreña.

Durante el primer año del gobierno de Bukele, los homicidios presentaban inesperadamente una tendencia a la baja. A fines de marzo hubo dos días consecutivos con cero homicidios registrados en todo el país. Esta anomalía, motivo de celebración, sugirió que El Salvador podría estar en una trayectoria de mejoría en comparación a los números abismales de últimos años, sirviendo como prueba evidente del éxito del PCT. Si bien estos hitos son bienvenidos en un país que durante años alcanzó (e incluso superó) los niveles de violencia de los "tiempo de guerra", este punto de referencia de seguridad también ha suscitado sospechas por parte de analistas de políticas, periodistas y criminólogos, lo que sugiere que el gobierno de Bukele quizás esté negociando en privado con pandillas. La implicación es que la disminución de los homicidios podría no ser una hazaña exclusiva del poder de las tácticas de mano dura.

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Colocando a un lado todas las noticias del coronavirus, el perpetuo “boogeyman” o espectro, las maras, reapareció como noticia de primera plana a fines de abril, luego de que videos recientes mostraran cómo las pandillas también estaban haciendo cumplir la cuarentena. A través de una serie de homicidios, ocurridos entre el 24 al 28 del mismo mes, los informes afirmaron que las maras habían desatado una ola de violencia contra los ciudadanos, lo que provocó más de 70 muertes en el lapso de cuatro días, aparentemente de la nada. Muchos inicialmente reaccionaron desconcertados al pico de homicidios. Los analistas trataron de explicar el aumento como un mensaje de las pandillas para reafirmar el poder, una exhibición de control territorial continuo a pesar del supuesto monopolio estatal de la violencia, mediante el uso de salvadoreños asesinados como mensajes cifrados, lo que contradice los logros de los esfuerzos antipandillas de Bukele.

La explicación de estos actos, atribuidos específicamente a la MS-13, que no negó la autoría, son en realidad protestas contra el pútrido estado de las cárceles, una demanda para poner fin a la prohibición de las visitas familiares y un llamado para mejorar las condiciones de higiene debido al coronavirus, según varios informes. Desde sus lugares de confinamiento superpoblados y húmedos, los miembros de las pandillas son muy conscientes de que sus vidas son vistas como desechables, y que, según un reciente audio de WhatsApp, si un miembro de la pandilla se encontraba en una situación en la que se necesitaba un respirador para salvar su vida del nuevo coronavirus, es probable que no se le brinde el apoyo necesario para la supervivencia. Para todos los efectos, se les dejaría morir.

La realidad decrépita del sistema penitenciario de El Salvador es bien conocida. Las espectaculares "jaulas para pandillas" que almacenan delincuentes, no han mejorado desde que Bukele llegó al poder. De hecho, la vida en estas cárceles se ha vuelto insoportable para aquellos que anteriormente tenían privilegios ganados a través del buen comportamiento o colaborando en investigaciones criminales. Estos enfoques de cero tolerancia, si bien son devoluciones a manodurismos fallidos del pasado, para los partidarios de Bukele son necesarios en el trato del flagelo de las pandillas. Estas, formadas por asesinos, extorsionistas y abusadores, son percibidas como una parte irredimible de la sociedad salvadoreña. Los mensajes punitivos de la administración repiten estos puntos de vista una y otra vez, avivando las llamas del pánico moral al reinscribir a las maras como demonios populares y jugar con los deseos ciudadanos de justicia retributiva. Por lo tanto, el mandato de Bukele de recuperar a El Salvador de las pandillas criminales es un importante eje discursivo, una línea garantizada de aplausos, que anima muchas de sus decisiones políticas como se reveló a principios de febrero. El autodefinido estilo de superioridad moral del estado en su guerra interminable contra las pandillas es, como en las administraciones anteriores, un vestuario familiar necesario para gobernar.

Desde el comienzo del pico de homicidios, la prisión surgió como el foco central para descifrar el fenómeno. En los últimos 30 años, la prisión se ha transformado como la base de operaciones para las pandillas (escuelas mara), donde el ahora consolidado poder de la calle se usa para transmitir órdenes, a menudo por mentes maestras veteranas quienes dirigen las acciones de las pandillas en el exterior. Este fenómeno, como nos recuerda el investigador José Miguél Cruz, debe entenderse como una consecuencia directa del encarcelamiento masivo en Centroamérica. En un sistema en el que la rehabilitación, la redención y otras formas de integración social se consideran sin propósito, el sistema penal continuará siendo utilizado para proxenetismo político que descalifica activamente los esfuerzos de reinserción y las muy necesarias formas restaurativas de justicia.

El 27 de abril Nayib Bukele declaró el estado de emergencia en las cárceles, una respuesta agresiva pero no inusual a la autoridad de las pandillas. Informes posteriores revelaron que la violencia fue perpetrada casi exclusivamente por la MS-13 y no por todas las maras. La pandilla rival Barrio 18-S lanzó un video-comunicado negando cualquier participación, situándose como solidarios con las comunidades controladas por el 18-S, en cual la ayuda de emergencia del gobierno no cubrió. Sin embargo, todos los prisioneros afiliados a pandillas fueron alineados vistiendo solo ropa interior y arrodillados sobre el concreto helado de los patios de la prisión en todo El Salvador, mirando hacia adelante como si se sometieran a la autoridad de Bukele. La humillación fotográfica del marero circulaba rápidamente. Bukele luego transformaría el ecosistema de la prisión al ordenar lo que antes era impensable: mezclar facciones rivales en cuartos compartidos y enfrentarlos entre sí en celdas ya congestionadas.

Se ordenó el confinamiento de las pandillas durante 24 horas, evitando la comunicación entre las celdas. El Director General de Centros Penales, Osiris Luna, declaró que a los prisioneros se les prohibiría recibir un solo rayo de sol. Las ventanas de las celdas, las rejas de las cárceles y otras vías respiratorias estaban soldadas con hojas de acero laminado, empeorando las condiciones que ya eran sofocantes. Estas imágenes indudablemente alarmantes han recibido las debidas críticas, levantando más banderas rojas sobre el enfoque de Bukele para la gestión de crisis. Anticipándose a las represalias de las pandillas, Bukele también autorizaría el uso de la fuerza letal para garantizar que la policía y los militares puedan responder si es necesario, como medida para que los equipos de seguridad se protejan a sí mismos y a otros de ataques o emboscadas de pandillas.

El gobierno de Bukele, al igual que las pasadas administraciones, ha reiterado que no valora la vida de los delincuentes. Ahora está claro que los homicidios son un mensaje de las pandillas al estado con respecto a la prohibición generalizada de las visitas familiares a los prisioneros, un llamado a cambiar las condiciones medievales que se viven dentro del sistema penitenciario y una protesta contra otras presiones a nivel comunitario, como el exceso la vigilancia policías, el acoso, y violencia extrajudicial. La policía y los militares están utilizando estas medidas en zonas marginadas, confiando en el PCT para justificar sus acciones. Del mismo modo, las condiciones de cuarentena prolongadas en general han afectado negativamente los ingresos de las pandillas por las extorsiones. Las economías de las pandillas ahora se ven obligadas a aumentar las rentas de los servicios de entrega y alimentos que aún funcionan durante la cuarentena. En un nivel existencial, las condiciones de vida estrechas dentro de las cárceles salvadoreñas son el verdadero problema. Al igual que en Rikers Island en Nueva York o en la cárcel del Condado Cook en Chicago y en las cárceles de otros lugares, el hacinamiento crea entornos propensos a brotes. El coronavirus, en algún nivel, es visto por las pandillas como un vector que podría ofrecer al estado una excusa conveniente para su exterminio.

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Hasta nuevo aviso, las cárceles están ahora en confinamiento estricto, mientras que el resto del país también está viviendo su propia situación de máxima seguridad en el exterior, respaldada por un envalentonado aparato militar-policial. Como parte del #PlanControlTerritorial de Bukele, la policía y el ejército ahora son libres de ejercer presión discrecional sobre el público para garantizar la obediencia a la cuarentena. Los dos bloqueos revelan que la seguridad del estado está fuertemente invertida en el capital político generado por la gestión de crisis. En El Salvador, donde el sueño del orden social nunca se hace realidad, sino que simplemente se ejecuta, las pandillas, el estado y sus medios son las tecnologías del espectáculo punitivo, el drama más popular del país.

 

Un cuento de dos pandemias

Los problemas de seguridad en El Salvador son complejos. Están necesariamente entrelazados en una red de realidades institucionales, sociales y económicas en las que el teatro de la política ofrece un continuo y crudo espectáculo de disciplina, en el que el castigo es su consecuencia moral. Las imágenes recientes de miembros de pandillas tatuados y sin camisa, una imagen familiar que aparece al menos una vez en cada administración, revela lo mismo. La forma en que han circulado estas imágenes alimenta el voyerismo del marero como un animal salvaje y sanguinario que merece una corrección severa, una muestra de las medidas punitivas y el discurso moral del estado como proporcionales a la criminalidad arrogante. Por lo tanto, el chivo expiatorio de las pandillas de Bukele debe entenderse como una pandemia no de salud pública sino de seguridad pública, que en El Salvador son cualitativamente equivalentes. Con respuestas punitivas ya preparadas, el coronavirus nos muestra que el firme compromiso del estado con la militarización durante la pandemia tiene el doble propósito de contener el virus, sin perder nunca el foco de librar al país de su infección preexistente: las maras.

Las descripciones del marero como una criatura caóticamente subhumana son inhumanas, irresponsables e innecesariamente antagónicas. Sin embargo, estas explicaciones siguen siendo políticamente ventajosas y se registran como "buen gobierno" en el imaginario salvadoreño, un ejemplo de lo que Sonja Wolf, autora de Mano Dura: La política de control de pandillas en El Salvador llama como el ciclo represión-represalia. Enmarcar a las pandillas como actores políticos o como individuos que merecen derechos humanos se desliza en el reconocimiento involuntario de la humanidad de sus miembros. Esta perspectiva es desmesurada para una población cuya experiencia de violencia por pandillas es un dolor cotidiano y donde la justicia habitualmente falla a la víctima.

Por lo tanto, la interpretación improductiva del estado de la actividad de las pandillas como una barbarie sin sentido es en sí misma parte de una ecología política, moldeada a través de generaciones de legislaciones punitivas, para aplacar a las poblaciones como una forma de restitución. Si bien las administraciones anteriores han intentado comprometerse con las pandillas para encontrar otras formas de rehabilitación pro-sociales, estos proyectos políticos han fracasado espectacularmente. Los partidos políticos que han apoyado estas medidas se vieron perjudicados para siempre por "negociar con terroristas". Estos fracasos también están relacionados con la impopularidad política y las elecciones, que a su vez generan reglamentaciones arruinadas por el corto plazo del periodo del gobierno, ya que siempre serán reinventadas por cada administración entrante. Sin embargo, lo que es constante es que no se puede otorgar dignidad a las maras, no sea que el gobierno corra el riesgo de quedar expuesto como ineficaz, corrupto y débil.

La apariencia de orden lograda desde el 10 de marzo era, de hecho, una ficción total. La maquinaria de la represión estatal, mientras trabaja horas extras para las medidas pandémicas de Bukele cada vez más estrictas y extendidas, sigue siendo inadecuada para mitigar las vulnerabilidades inherentes en un sistema que malinterpreta intencionadamente la naturaleza de la amenaza (pandemia o de otro tipo). El estado descarta enfoques alternativos para resolver las contradicciones duraderas que surgen del abandono social y la condena económica. Desafortunadamente, no hay un final perceptible a la vista de esta pandemia incurable. Mientras siga siendo políticamente útil para obtener apoyo, para asegurar el poder, para distraer al público de su miseria, esta pandemia (y sus medidas de endurecimiento) persistirán.

Solo el tiempo dirá si los protocolos de máxima seguridad se mantienen dentro de las cárceles. Sin embargo, es muy posible que de mantenerse, las pandillas responderán más temprano que tarde con la máxima inseguridad en las calles y en las aldeas rurales de todo el país. Esto, una vez más, empujará a El Salvador a otra ronda de violencia, con los homicidios actuando como una palanca para que las pandillas traigan al estado a la mesa. Algunos especulan que la mezcla arbitraria de facciones de pandillas también podría, como un virus, provocar nuevas mutaciones de sus estructuras, aunque los primeros informes afirman lo contrario. Este pánico de pandillas en medio de la cuarentena de emergencia podría prever cómo será la vida social en la pos-pandémica salvadoreña, que, como era de esperar, se siente inquietantemente similar a cómo se sentía antes del coronavirus.

El horizonte de la descarcelación aún no es visible en El Salvador. El estado y la gente están mal equipados para repensar el estado de las cárceles, incluso temporalmente, como en Irán o partes de los Estados Unidos. En el caso de las dos pandemias en El Salvador: una disminuirá y seguramente seguirá su curso a través del cuerpo político a su debido tiempo, mientras que la otra, cuya utilidad política se percibe ilimitada, parece preparada para un nuevo brote.

Gracias a Cristina Tedman Lezcano por su ayuda con la traducción.

Jorge E. Cuéllar es Mellon Faculty Fellow (2019-2021) y Profesor Asistente (2021-) de Estudios Latinoamericanos, Latinos y Caribeños en Dartmouth College. El habla sobre las políticas y culturas de Centroamérica a través de @infrapolitics en Twitter.