Al Son Del Río (Spanish version)

El derecho al agua en Chocó, Colombia

By Diana Lucía Duque Marín

“El rio es un mensajero, baja contando lo que sucede aguas arriba. Hay que interpretar lo que baja por el rio…leer si hay inundaciones, si vienen los muertos…”
Roberto

Bajamos por el río Atrato hasta llegar a Puné en una voluble tarde de junio, esas familiares tardes chocoanas de bosque húmedo tropical, donde el sol y el agua se entremezclan en intempestivos aguaceros. “El río es todo para nosotros”, me va contando Berta mientras nos deslizamos por “la carretera fluvial” que desde tiempos inmemorables ha comunicado el agua dulce con el mar salado, el caribe colombiano. El agua en el Chocó forma parte de la simbología, del tejido social, de los referentes espaciales e identitarios de las comunidades. Bautizos y hechizos, encantos y conjuros, expresan la importancia del agua no solo como suministro de un servicio, sino también como un bien colectivo que goza de una amplia dimensión cultural.

Las trincheras para atrapar el pescado, los inundados para el arroz, los diques y basines para la cosecha, los llanos para el oro, el caño para delimitar el territorio, forman parte del conjunto de prácticas productivas tradicionales que dan sustento a los sistemas agroforestales, de minería artesanal, de pesca. “La gente, de acuerdo con la actividad que desarrolla, va caminando con el río. La gente va al son del pescado, de la madera, de la mina (…). El pescado, como el ser humano, sabe que va a secar el río o que va a llover, entonces eso se vuelve un jueguito entre seca y creciente, entre tapar y destapar las trincheras”, me recuerda Eulise en sus enseñanzas sobre el río.

Desde que dejamos el puerto de Quibdó estamos atravesando el territorio colectivo de las comunidades negras del Medio Atrato. Encontramos otras embarcaciones, cargadas como la nuestra de todos los tesoros atrateños: pescado seco, plátano, cacao, arroz, rastras de madera. Desde la plataforma, acostados en hamacas o jugando dominó, los tripulantes levantan la mano en señal de saludo. De un lado y otro del río, pescadores en sus canoas, mujeres que lavan ropa en las orillas y niños jugando, paran por un momento al paso de nuestra champa. La bandera verde que ondea a proa es bien reconocida en el río y sus afluentes, porque identifica a los miembros de la Asociación Campesina Integral del Medio Atrato Chocoano, “La ACIA”. “Así los grupos armados saben que somos nosotros”, me explican los pasajeros, acostumbrados a moverse en la frontera de la guerra invisible que se esconde en la manigua.

Desde el año 1999 la ACIA ha liderado el proyecto piloto de titulación colectiva de tierras, una de las experiencias más radicales de toda América Latina y quizá la más importante en términos de reforma agraria en Colombia. La ley 70 de 1993 reconoció amplios derechos a la población negra a raíz de su identidad étnica y cultural, y planteó mecanismos de protección para que se mantenga la propiedad colectiva del territorio según las costumbres tradicionales. La ACIA, conformada como Consejo Comunitario Mayor - COCOMACIA, pasó a ser el ente representativo de las comunidades negras en esta región del país.

La pertenencia al río y la identificación con los espacios acuáticos influenció profundamente los procesos de organización política en el Atrato. Siguiendo los cursos del agua, los consejos comunitarios establecieron las delimitaciones étnico-territoriales a partir de los principios de planificación por cuencas hidrográficas. Desde entonces, los contrastes naturales como ríos, quebradas y ciénagas se han constituido en referentes espaciales de jurisdicción, siguiendo los modelos locales de percepción, uso y manejo del entorno y atendiendo las lógicas de parentela que ancestralmente han manejado las comunidades negras.

Al bajar por el río vamos divisando, entre pichindés, plátanos y frutales, unos palafitos, dispersos en pequeños caseríos. Estas casas elevadas, sostenidas en robustos troncos de guayacán, son construidas por los habitantes ribereños como una medida adaptativa frente a las inundaciones recurrentes. De esta manera conviven con las crecientes y menguantes del río, que va dejando a su paso el pantano acumulado debajo de las casas. Sin embargo, me dicen extrañados, la relación con el “jueguito del sube y baja del río” ha cambiado en los últimos tiempos: “ahora ya no se sabe cuando va a inundar”. Estas perturbaciones en los ritmos naturales del agua tienen implicaciones drásticas en la salud y la vida cotidiana de la gente. Me dice Julia, del río Bebaráma: “donde inunda mucho abunda el zancudo”, lo que implica para la gente un mayor riesgo de exposición a la malaria y a otras enfermedades.

“A veces toca dormir con el agua debajo de la cama, -añade Berta- si las bocas del Atrato estuvieran dragadas esto aquí no inundaría tanto”. El régimen de inundaciones hasta los años ochenta se presentaba de forma regular, coincidiendo con los períodos invernales de la región. Sin embargo, la remoción de tierra en el lecho de ríos y quebradas con maquinaria pesada para la explotación de oro ha ocasionado procesos de sedimentación que alteran no solo los cauces de los cursos fluviales, sino también las condiciones de su navegabilidad. Así mismo, la explotación maderera indiscriminada está generando problemas en las márgenes de los afluentes y cabeceras: los canales artificiales que se construyen para bajar los troncos desvían el curso natural de las aguas, mientras los desperdicios arrojados producen sedimentación de los lechos y el taponamiento de los ríos. El mecanismo es sencillo, me cuenta Carlos, “cuando el río se hace menos profundo, por sedimentaciones continuadas, pierde caudal y el agua busca desbordarse por las riberas”.

El territorio chocoano, tejido por un entramado de ríos, quebradas, ciénagas y caños, es considerada una de las regiones más lluviosas y biodiversas del mundo. No obstante, a orillas del Atrato la gente vive en medio de una crónica escasez de agua apta para consumo humano. Las fuentes hídricas superficiales, disponibles en abundancia, están expuestas a diversas formas de contaminación y vertimientos. Todo el mundo parece estar de acuerdo que “el agua limpia es la del aguacero”. En los recorridos por afluentes y playas Julia, Carmen y Berta me hacen entender las dificultades que viven cuando la lluvia se hace escasa. En los períodos secos del año se multiplica el trabajo cotidiano, sobre todo para las mujeres: recorridos en champa buscando caños limpios, acarreo de agua en vasijas y largas caminadas en busca de fuentes confiables.

El Chocó, por ser el punto de encuentro entre los dos mares, el Atlántico y el Pacífico, ha sido pomposamente denominado “la ventana al mar del siglo XXI” para Colombia. Además es el centro de varios megaproyectos relacionados con carreteras trasnacionales, canales interoceánicos e interconexiones eléctricas entre las Américas. Resulta entonces paradójico que la región esté sumida en la más profunda carencia de servicios de agua potable y saneamiento básico. La cobertura de acueducto y alcantarillado para el departamento del Chocó sigue siendo una de las más deficitarias de todo el continente. Del mismo modo, se registra una mortalidad atribuible a enfermedades asociadas con el agua de por lo menos el 10% anual: fiebre tifoidea y paratifoidea, malaria mixta, cólera, paludismo y enfermedades diarreicas.

Mujeres y hombres negros, identifican numerosos eventos que dan cuenta de los cambios sufridos en sus entornos acuáticos. Hacen referencia a humedales que se van secando y “quedan convertidos en chuscal, tierra y monte“, mencionan como han desapareciendo de su dieta la “sardina y la boquiancha”, temen al río que “se arrecha feo y se lleva las casas”, evocan los ríos “emboscados” que desaparecieron al paso de las retroexcavadoras, lamentan que el agua de las quebradas se haya vuelto “contaminosa y ya no se pueda pescar”, extrañan sus costumbres de meterse por los caños para ir al monte a sembrar.

El proyecto colectivo de la población negra en el Atrato está amenazado por intereses enfrentados de ocupación y explotación del territorio. El oro y los recursos mineros, así como la madera y la biodiversidad, atraen colonos independientes, pequeñas empresas con o sin concesiones, grandes multinacionales respaldadas por el gobierno. El agua, como un espejo, refleja estas contradicciones territoriales.

María Albina se desahoga: “Las dragas nos sacaron el oro, dañaron el río y dejaron la ruina…” La contaminación química con el combustible y aceite de las maquinas y con el mercurio utilizado para amalgamar el metal afecta los peces, empobreciendo la dieta alimentaria de los pobladores ribereños. Así mismo, las aguas provenientes de las zonas mineras bajan turbias y cargadas de sedimentos, no se puede utilizar ni para lavar ropa, ni para preparar alimentos, “ni siquiera para lavar la casa”. 
De otro lado las ciénagas de Tumaradó, Perancho y la Honda, en su papel de reguladores hídricos, son afectadas por la indiscriminada explotación maderera en las cabeceras de los ríos. Como afirma Gonzalo: “Muertos los bosques, mueren los ríos”. El río tiene derechos y también tiene pertenencias: “los bosques son patrimonio del río.” 

Entre muchas de las afectaciones percibidas por la gente a su espacio vital se evoca con dolor la marca de la guerra. Pacho recuerda que en su caserío “Los grupos armados hacían control total de todo, hasta de los horarios de pesca. Sólo se podía salir al río entre las 6 am y las 6 pm y eso era muy difícil… A veces los actores armados hacían sus campamentos en las entradas de los ríos, la gente no quería pasar por ahí para ir a tirar sus trasmallos…eso cambió los hábitos de la gente.”

Las restricciones en la movilidad, el confinamiento y el bloqueo de alimentos afectaron sin remedio el trabajo colectivo y las estructuras culturales que mantienen las formas propias de producción y auto-sostenimiento. Pero además, y lo peor, el río también ha sido escenario de muerte. “En la época del ´97, ´98, ´99, bajaban difuntos por el río. Tradicionalmente la gente veía pasar un difunto por el río y cualquiera lo cogía, lo tapaba, lo guardaba y hacía gente. Entonces decíamos: vamos a hacer gente. Entonces al encontrar una persona en el río muerta uno iba a hacer gente. Pero en ese tiempo no se podía hacer gente y daba miedo encontrarse un difunto porque si uno lo cogía de pronto lo mataban. Quedarse callado era muy duro…Y lo otro es que el difunto lo podía asustar.”

Nos tardamos cuatro horas hasta llegar a Puné. Al desembarcar nos damos cuenta que el río está en seco y una gran playa nos separa del caserío. A la mañana siguiente el río sigue “corrido”. Me encuentro con siete niños y una niña desnudos, que juegan en la playa a ser pescadores: hacen trincheras, se ensayan con “guagucos”, lanzan redes al aire. Entre tanto Davinson, a quienes todos llaman “Chorro de Humo”, con sus escasos dos años prueba suerte de nadador. Su madre, lavando ropa, le advierte no separarse de la orilla, él le responde con chapuceos en gesto juguetón.

Así, entre juego y juego, esperan a los hombres que se fueron a la ciénaga a pescar. Mientras tanto se retan unos a otros acerca de quien traerá la mejor liga. “¡Mi papa va a traer un dentón gigante!” grita la niña. “Pero mi papa va a llegar con muchos bocachicos -replica el otro- y también Kicharos, ¡un trasmayado lleno!” Y un tercero arriesga a decir: “Mi tío va a sacar un bagre grande, grandisisisimo, y todos comemos de ahí”.

…Así lo ven, así lo sueñan, y cuando divisan las barcas corren a su encuentro.

 Diana Duque is a consultant and researcher in rural development and the social impact of water. She has participated in political and social projects at the United Nations, the Institute von Humboldt, local governments and civil society organizations in Colombia. 

 Diana Duque es consultante e investigadora enfocando en el desarrollo rural y el impacto social del agua. Ha participado en proyectos politicos y sociales en la ONU, en el Instituto von Humboldt, y con gobiernos locales y instituciones de la sociedad civil en Colombia.